PRUEBAS DE LA CONTINUIDAD DE LA VIDA MÁS ALLÁ DE LA MUERTE EXPERIMENTADAS POR ELIZABETH KÜBLER ROSS
4 diciembre 2015 por idafe
Elisabeth Kubler, en una pintura de Diana Vandenberg
PRUEBAS DE LA CONTINUIDAD DE LA VIDA MÁS ALLÁ DE LA MUERTE EXPERIMENTADAS POR ELISABETH KÜBLER ROSS
Biografía de E. K. Ross (1926 – 2004)
De origen suizo y cuerpo menudo, Elisabeth Kübler-Ross emprendió los estudios de medicina con la esperanza de poder ir a la India como misionera laica, tal y como había hecho Albert Schweitzer yendo a África.
Pero el destino la llevó a Nueva York, dónde empezó a trabajar con enfermos mentales, a pesar de tener pocos conocimientos teóricos de la rama de psiquiatría. A base de escucharlos y de estar con ellos, al cabo de 4 años la mayoría había vuelto ya a emprender una vida autónoma, aceptando sus responsabilidades y sin depender de otros para ello.
Más adelante emprendió su labor como acompañante a enfermos terminales, tanto personas mayores como niños pequeños. Siguiendo el mismo proceso, de escuchar y estar abierta a todo lo que estas personas querían comunicarle, empezó a elaborar un esquema de las fases por las que pasa una persona que se enfrenta a la muerte, o a la pérdida de un ser querido: Dolor, rechazo a la situación, enfado, negociación, aceptación, reconciliación con el proceso… Estos trabajos le valieron el reconocimiento internacional en el incipiente campo de estudio de la tanatología (el proceso de morir).
A entrar en contacto con miembros de la recientemente inaugurada psicología transpersonal, Kübler-Ross pudo vivir una serie de experiencias extracorporales y transcendentes que le validaron y confirmaron que lo que le habían dicho muchos de sus pacientes, acerca de seres y visiones que acontecían justo antes del momento de la muerte, eran algo verídico, y que cabía tener en consideración como uno de las etapas de mayor importancia en este proceso.
A partir de allí sus conferencias se abrieron al objetivo de exponer que, además de la inexcusable importancia del acompañar al enfermo terminal, la posibilidad de la supervivencia de la conciencia después de la muerte era un ámbito de estudio que requería la atención de todos, especialmente de los anonadados miembros de esta sociedad mecanicista occidental en que vivimos. El deceso no sólo era un hecho que requería aceptación, sino que además era un proceso que había de ser afrontado sin miedo.
Después de años de un relativo rechazo por parte de la comunidad científica – quizás por ser una ‘vocera’ del movimiento ‘espiritual’ -, el reconocimiento llegó en forma de numerosas entregas de títulos honoris causa, concedidos por diversas universidades de todo el globo.
«La Rueda de la Vida»
“La Rueda de la Vida” fue el último libro que escribió Elisabeth Kübler-Ross. Es una especie de autobiografía y también el testamento vital de la autora. Arranca con su primera infancia, en la Suiza natal, y sigue narrando su juventud, la determinación de estudiar medicina y los hechos que a ello la condujeron, su viaje a Polonia después de la Segunda Guerra Mundial, su matrimonio con un estadounidense y el traslado a los EE.UU., su labor con enfermos mentales y su posterior entrada en el mundo de la tanatología -disciplina y estudio que ella misma contribuyó a edificar. Así pues, este libro viene a trazar una especie de arco que abarca la vida entera de esta fascinante figura.
Pero este libro no es una autobiografía strictu-sensu. Más bien deberíamos considerar que es un repaso y un retorno a los hechos, impresiones y emociones que determinaron el camino de esta excepcional mujer, que acabó por reabrir un tema que era tabú para nuestra sociedad: el momento del tránsito, la muerte, el despedirse de este mundo, de los seres queridos, para adentrarse de nuevo en lo desconocido, en un salto a una dimensión de trascendencia. Así pues, podríamos decir que en este libro se fusionan la biografía personal con su vocación profesional, su mensaje de que la ‘muerte no existe’, que la existencia continúa en otro plano de la realidad, la importancia de despedirse de los seres queridos al finalizar este ‘corto’ trayecto por la existencia en forma humana; la necesidad de no ‘esconder la muerte debajo de la alfombra’, y de aceptarla y reconocerla como una parte natural de la existencia humana.
Por lo demás, este no es un libro que trate sólo de tanatología. Con su fascinante lectura nos adentramos a las meditaciones de la autora con respecto a la práctica médica, comparando su labor como médica rural en su juventud con la mecanización que ha sufrido en la actualidad, con todo el automatismo y parte comercial que la rodea; acompañamos a Kübler-Ross en su labor como psiquiatra, durante la cual logró más avances tratando a los enfermos como seres humanos, escuchándolos, que todos los otros psiquiatras juntos aplicando teoremas y hipótesis postuladas en voluminosos tratados de psicología; nos encontramos ante la arteriosclerosis de las religiones institucionalizadas ante el fenómeno del tránsito; o ante la flagrante negación de la medicina oficial ante la existencia de la muerte. Pero como el vivir y el morir son hechos inseparables, este libro también es una investigación sobre el fenómeno de la vida: sobre el significado de la encarnación en la vida humana, sobre la potencialidad de la existencia y la importancia de vivir plenamente; sobre la búsqueda del significado de la existencia individual, sobre el peligro de dar demasiado poder a los maestros espirituales, sobre la ecología y el respeto al planeta. Sobre el vivir sinceramente para morir plenamente.
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EXTRACTO DE LA 3ª PARTE DEL LIBRO
«LA RUEDA DE LA VIDA»
La Señora Schwartz
Todo cambió con los milagrosos adelantos de la medicina. Los médicos prolongaban vidas mediante trasplantes de corazón y riñón y potentes medicamentos nuevos. Nuevos instrumentos servían para diagnosticar precozmente las dolencias. Pacientes cuyas enfermedades se habrían considerado incurables el año anterior tenían una segunda oportunidad de vivir. Era gratificante, emocionante. Pero también creó problemas, porque la gente se engañó con la ilusión de que la medicina podía arreglarlo todo. Se presentaron dilemas éticos, morales, legales y económicos no previstos. Vi que ciertos médicos, antes de tomar una decisión, consultaban con compañías de seguros, no con otros médicos.
– Esto sólo va a empeorar — le comenté al reverendo Gaines.
Pero no hacía falta ser un genio para hacer ese pronóstico. Las señales eran evidentes. El hospital había tenido que hacer frente a varios pleitos, algo que estaba ocurriendo con mayor frecuencia que nunca. La medicina estaba cambiando. Daba la impresión de que habría que reescribir las normas éticas.
– Ojalá las cosas fueran como antes —contestó el reverendo.
Mi solución era diferente:
– El verdadero problema es que no tenemos una auténtica definición de la muerte.
Desde la época de los hombres de las cavernas, nadie había logrado encontrar una definición exacta de la muerte. Yo me preguntaba qué les ocurría a mis hermosos enfermos, personas como Eva, que podían decir tantas cosas un día y al día siguiente ya no estaban. Muy pronto el reverendo Gaines y yo comenzamos a formular la pregunta a grupos formados por alumnos de medicina y teología, médicos, rabinos y sacerdotes: «¿Adonde se va la vida? Si no está aquí, ¿dónde está?»
Comencé a intentar definir la muerte. Me abrí a todas las posibilidades, incluso a algunas de las tonterías que decían mis hijos en la mesa. Jamás les oculté en qué consistía mi trabajo, lo cual nos era útil a todos. Contemplando a Kenneth y Bárbara llegué a la conclusión de que el nacimiento y la muerte son experiencias similares, cada una el inicio de un viaje. Pero después llegaría a la conclusión de que la muerte es la más agradable de esas dos experiencias, mucho más apacible. Nuestro mundo estaba lleno de nazis, sida, cáncer y cosas de ésas.
Observé que, poco antes de morir, los enfermos se relajaban, incluso los que se habían rebelado contra la muerte. Otros, al acercarse su final, parecían tener experiencias muy claras con seres queridos ya muertos, y hablaban con personas a las que yo no veía. Prácticamente en todos los casos, la muerte venía precedida por una singular serenidad.
¿Y después? Ésa era la pregunta que quería contestar.
Sólo podía juzgar basándome en mis observaciones. Y una vez que morían, yo no sentía nada. Ya no estaban. Un día podía hablar y tocar a una persona y a la mañana siguiente ya no estaba ahí. Estaba su cuerpo, sí, pero era como tocar un trozo de madera. Faltaba algo, algo físico. La vida.
«Pero ¿en qué forma se va la vida? —seguía preguntando—. ¿Y adónde se va, si es que se va a alguna parte? ¿Qué experimenta la persona en el momento de morir?»
En cierto momento mis pensamientos volvieron a mi viaje a Maidanek, veinticinco años atrás. Allí recorrí las barracas donde hombres, mujeres y niños habían pasado sus últimas noches antes de morir en la cámara de gas. Recordé la impresión y asombro que me causaron las mariposas dibujadas en las paredes, y mi pregunta: «¿Por qué mariposas?»
Entonces, en un relámpago de claridad, lo supe. Esos prisioneros eran como mis moribundos; sabían lo que les iba a ocurrir. Sabían que pronto se convertirían en mariposas. Una vez muertos, abandonarían ese lugar infernal, ya no serían torturados, no estarían separados de sus familiares, no serían enviados a cámaras de gas. Ya no importaría nada de esa horripilante vida. Pronto saldrían de sus cuerpos como sale la mariposa de su capullo. Comprendí que ése era el mensaje que quisieron dejar para las generaciones venideras.
Esa revelación me aportó las imágenes que emplearía durante el resto de mi carrera para explicar el proceso de la muerte y el morir. Pero de todas formas deseaba saber más. Un día acudí a mi amigo el pastor protestante:
– Vosotros siempre andáis diciendo «Pedid y recibiréis». Bueno, ahora te pido que me ayudes a investigar la muerte.
Él no tenía ninguna respuesta preparada, pero los dos creíamos que una pregunta correcta obtiene por lo general una buena respuesta.
A la semana siguiente una enfermera me habló de una mujer que según ella podría ser una buena candidata para la entrevista. La señora Schwartz, mujer increíblemente resistente y resuelta, había estado muchas veces en la UCI; cada vez todos suponían que se iba a morir, y cada vez sobrevivía. Las enfermeras la miraban con una mezcla de miedo y respeto.
– Creo que es un poco rara —me comentó la enfermera—. Me asusta.
No había nada atemorizador en la señora Schwartz cuando la entrevisté para el seminario sobre la muerte y la forma de morir. Explicó que su marido era esquizofrénico, y que cada vez que sufría los ataques psicóticos atacaba a su hijo de diecisiete años. Ella creía que si se moría antes de que su hijo fuera mayor de edad, éste correría peligro. Al ser su marido el único tutor legal del chico, era imposible saber qué haría cuando perdiera el control.
– Por eso no me puedo morir —explicó. Al conocer sus preocupaciones, busqué un abogado de la Sociedad de Ayuda Jurídica, que hizo los trámites para que la custodia del chico pasara a un pariente más sano y digno de confianza. Aliviada, la señora Schwartz se fue una vez más del hospital, agradecida por poder vivir en paz el tiempo que le quedara de vida. La verdad es que yo no esperaba volverla a ver.
Pero no había transcurrido un año cuando llamó a la puerta de mi despacho. Venía a suplicarme que la dejara volver al seminario. Me negué. Mi norma era no repetir los casos. Los alumnos tenían que poder hablar con personas totalmente desconocidas sobre los temas más tabúes.
– Justamente por eso necesito hablar con ellos —insistió. Después de un instante de silencio, añadió—: Y con usted.
A la semana siguiente, de mala gana puse a la señora Schwartz delante de un nuevo grupo de alumnos. Al principio contó la misma historia que había contado antes. Afortunadamente, la mayoría de los alumnos no la habían oído. Fastidiada conmigo misma por haberle permitido volver, la interrumpí:
– ¿Qué era eso tan urgente que la ha hecho volver a mi seminario?
No necesitó más estímulo. Fue directa al grano y nos contó lo que resultó ser la primera experiencia de muerte clínica temporal de que teníamos noticia, aunque no la llamamos así.
El incidente ocurrió en Indiana. Habiendo sufrido una hemorragia interna, la llevaron de urgencia al hospital y la pusieron en una habitación particular, donde declararon que su situación era «crítica» y que estaba demasiado grave para trasladarla a Chicago. Creyó que esta vez estaba cerca de la muerte, pero no se decidía a llamar a una enfermera, pues había pasado ya demasiadas veces por esa terrible prueba entre la vida y la muerte. Ya que su hijo estaba bien protegido, tal vez pudiera morirse.
Fue muy franca. Una parte de ella quería marcharse, pero otra parte quería sobrevivir hasta la mayoría de edad de su hijo.
Mientras pensaba qué hacer, entró una enfermera en la habitación, la miró y salió sin decir palabra. Según la señora Schwartz, en ese preciso momento salió de su cuerpo físico y flotó hacia el techo. Entonces entró a toda prisa un equipo de reanimación y empezó a trabajar frenéticamente para salvarla.
Todo esto mientras ella observaba desde arriba. Lo veía todo, hasta los más mínimos detalles. Oía lo que decían, incluso percibía lo que estaban pensando. Lo notable era que no sentía ningún dolor, miedo ni angustia por estar fuera de su cuerpo. Sólo sentía una enorme curiosidad y le sorprendía que no la oyeran. Varias veces les pidió que dejaran de emplear esos métodos heroicos para salvarla asegurándoles que estaba bien.
– Pero no me oían.
Finalmente bajó y tocó a uno de los médicos residentes, pero vio sorprendida que su bruzo pasaba a través del brazo de él. En ese momento, tan frustrada como los médicos, renunció a decirles nada.
– Entonces perdí el conocimiento —explicó.
Pasados cuarenta y cinco minutos, lo último que observó fue que los médicos la cubrían con una sábana y la declaraban muerta, mientras uno de los residentes, nervioso y en actitud derrotada, contaba chistes. Pero cuando tres horas después entró una enfermera a la habitación a sacar el cuerpo, se encontró con que la señora Schwartz estaba viva.
Todos los presentes en el auditorio escucharon fascinados esta increíble historia. Tan pronto acabó el relato, cada uno se volvió hacia su vecino tratando de decidir si debían creer o no lo que acababan de oír. Al fin y al cabo, la mayoría de los asistentes eran científicos y se preguntaban si no estaría loca. La señora Schwartz tenía la misma sospecha. Le pregunté por qué había querido contarnos su experiencia y ella me preguntó a su vez:
– ¿Estoy loca yo también?
No, ciertamente no. Yo ya la conocía lo suficiente para saber que estaba muy cuerda y decía la verdad. Pero ella no estaba tan segura de eso y necesitaba que se lo confirmaran. Antes de que la llevara a su habitación volvió a preguntarme:
– ¿Cree que fue un trastorno de la mente?
Por el tono de su voz advertí que estaba angustiada; yo tenía prisa por reanudar la sesión, de modo que le contesté:
– Yo, doctora Elisabeth Kübler-Ross, puedo atestiguar que ni ahora ni nunca ha estado trastornada.
Al oír eso ella reclinó la cabeza en la almohada y se relajó. Entonces no me cupo la menor duda que no tenía nada de loca. Tenía todos los cables intactos.
En la conversación que siguió, los alumnos me preguntaron por qué yo había simulado creer a la señora Schwartz en lugar de reconocer que todo eso eran puras alucinaciones. Sorprendida, comprobé que no había ni una sola persona en la sala que creyera que la experiencia de la señora Schwartz hubiera sido real, que en el momento de la muerte los seres humanos tienen percepción, que todavía son capaces de hacer observaciones, de tener pensamientos, que no sienten dolor y que todo eso no tiene nada de psicopatológico.
– ¿Entonces cómo lo llama? —me preguntó otro alumno.
Yo no tenía ninguna respuesta a mano, lo cual irritó a los alumnos, pero les expliqué que todavía hay muchas cosas que no sabemos ni entendemos, aunque eso no significa que no existan.
– Si en este momento yo tocara un silbato para perros, ninguno de nosotros lo oiría, pero los perros sí. ¿Significa eso que ese sonido no existe?
¿Era posible que la señora Schwartz hubiera estado en una longitud de onda diferente a la del resto de nosotros?
– ¿Cómo pudo repetir el chiste que hizo uno de los médicos? —pregunté—. ¿Cómo explicamos eso?
El mero hecho de que no hubiéramos visto lo que ella vio no descartaba la realidad de su visión.
En el futuro se presentarían preguntas más difíciles, pero por el momento me protegí explicando que la señora Schwartz había tenido un motivo para venir a nuestro seminario. Como ningún alumno habría podido descubrir ese motivo, les dije que se trataba de una preocupación puramente maternal. Además, ella sabía que el seminario se grababa y que contaba con ochenta testigos.
– Si se hubiera declarado su experiencia un producto de un delirio mental, entonces las disposiciones acordadas para la custodia de su hijo podrían ser anuladas —expliqué—. Su marido recuperaría la custodia del chico y ella no podría tener paz mental. ¿Está loca? Ciertamente no.
La historia de la señora Schwartz me acosó durante semanas, porque yo sabía que lo que le había ocurrido no podía ser una experiencia única. Si una persona que estuvo muerta era capaz de recordar algo tan extraordinario como los esfuerzos de los médicos por revivirla después de que perdiera las constantes vitales, entonces era probable que otras personas también pudieran recordarlo. Así pues, de la noche a la mañana, el reverendo Gaines y yo nos convertimos en detectives. Nuestra intención era entrevistar a veinte personas que hubieran sido reanimadas después de que la falta de signos vitales indicara que habían muerto. Si mi corazonada era correcta, pronto abriríamos la puerta a una faceta totalmente nueva de la condición humana, todo un conocimiento nuevo de la vida.
¿Hay algo después de la Vida?
En nuestras investigaciones, el reverendo Gaines y yo mantuvimos las distancias entre nosotros…, no había ningún malentendido, simplemente acordamos no comparar nuestras observaciones hasta que cada uno tuviera veinte casos. Peinamos los pasillos cada uno por su lado. También buscamos fuera del hospital. Hicimos averiguaciones y seguimos las pistas para encontrar enfermos que se ajustaran a nuestros requisitos. Nos limitábamos a pedirles que nos contaran lo que les había ocurrido o lo que habían sentido. Todos estaban tan deseosos de encontrar a alguien interesado en escucharlos, que sus relatos brotaban a raudales.
Cuando finalmente comparamos nuestras notas, nos quedamos atónitos, a la vez que tremendamente entusiasmados, por el material recogido. «Sí, vi a mi padre tan claro como la luz del día», me dijo un paciente. Otra persona le dio las gracias al reverendo Gaines por hacerle la pregunta: «Me alegra tanto poder hablar de eso con alguien. Todas las personas a las que se lo he contado me han tratado como si estuviera loco, y todo fue tan agradable y apacible…» «Volví a ver», contó una mujer que había quedado ciega en un accidente. Pero cuando la reanimaron, perdió nuevamente la vista.
Eso ocurrió mucho antes de que nadie hubiera escrito algo sobre las experiencias de muerte clínica temporal o de la vida después de la muerte; por lo tanto sabíamos que el público en general acogería nuestros hallazgos con escepticismo y franca incredulidad, y quedaríamos en ridículo. Pero hubo un caso que me convenció. Una niña de doce años me dijo que no le había contado la experiencia a su madre. La experiencia fue tan agradable que no tenía ningún deseo de volver de allí. «No quiero contarle a mi madre que existe un hogar más agradable que el nuestro», explicó.
Finalmente le relató a su padre todos los detalles, incluso que su hermano la había abrazado con mucho cariño. Eso sorprendió al padre, que reconoció que en realidad habían tenido otro hijo, de cuya existencia la niña no tenía idea hasta ese momento. El niño había muerto unos meses antes de que ella naciera.
Mientras el reverendo y yo pensábamos qué hacer con nuestros descubrimientos, nuestras vidas siguieron avanzando en direcciones diferentes. Los dos habíamos estado buscando puestos fuera del ambiente sofocante del hospital. El reverendo Gaines se marchó primero. A comienzos de 1970 se hizo cargo de una iglesia de Urbana; también adoptó el nombre africano de Mwalimu Imara. Todo ese tiempo yo había albergado la esperanza de ser yo quien me marchara primero, pero mientras eso no ocurriera tenía que continuar con los seminarios.
Estos no resultaban tan bien sin mi socio, que era un fuera de serie. Lo reemplazó su antiguo jefe, el pastor N. Pero era tal la falta de química entre nosotros dos que un alumno creyó erróneamente que él era el médico y yo la consejera espiritual. Vamos, un desastre.
Yo seguía preparándome para dejar ese trabajo, y finalmente llegó el viernes en que había decidido impartir el último seminario sobre «La muerte y el morir» de mi carrera. Siempre he sido propensa a los extremos. Después del seminario, me acerqué al pastor N., sin saber muy bien cómo decirle que renunciaba. Nos detuvimos ante el ascensor, hablando del seminario que acababa de terminar y de otros asuntos. Cuando él pulsó el botón para llamar el ascensor, decidí aprovechar ese momento para dimitir, antes de que él entrara en el ascensor. Pero ya era demasiado tarde, pues se habían abierto las puertas.
Yo me disponía a hablar, cuando repentinamente apareció una mujer entre el ascensor y la espalda del pastor N. Me quedé con la boca abierta. La mujer estaba flotando en el aire, casi transparente, y me sonreía como si nos conociéramos.
– ¡Dios santo! ¿Quién es? —exclamé extrañada.
El pastor N. no tenía idea de lo que ocurría. A juzgar por su expresión, debía de pensar que me estaba volviendo loca.
– Creo que la conozco —dije—. Me está mirando.
– ¿Qué? —preguntó él. Miró a su alrededor y no vio nada—. ¿De qué está hablando?
– Está esperando que usted entre en el ascensor, entonces se me acercará —le expliqué.
Seguramente durante todo ese rato el pastor había estado deseando huir, porque saltó dentro del ascensor como si se tratara de una red de seguridad. Y en cuanto se hubieron cerrado las puertas, la mujer, la aparición, se acercó a mí.
– Doctora Ross, he tenido que volver —me dijo—. ¿Le importaría si fuéramos a su despacho? Sólo necesito unos minutos.
Mi despacho estaba sólo a unos cuantos metros, pero fue la caminata más rara y perturbadora que había hecho en mi vida. ¿Estaría experimentando un episodio psicótico? Había estado algo estresada, sí, pero no tanto como para ver fantasmas, y mucho menos un fantasma que se detuvo ante mi despacho, abrió la puerta y me hizo pasar primero como si yo fuera la visita. Pero en cuanto cerró la puerta, la reconocí: —¡Señora Schwartz!
¿Señora Schwartz? La señora Schwartz había muerto hacía diez meses y estaba enterrada. Sin embargo, allí estaba, en mi despacho, a mi lado. Era la misma de siempre, afable y reposada, aunque algo preocupada. Mi estado de ánimo era bastante diferente, tanto que tuve que sentarme para no desmayarme.
– Doctora Ross, he tenido que volver por dos motivos —me dijo claramente—. El primero, para agradecerles a usted y al reverendo Gaines todo lo que han hecho por mí.
Yo toqué mi pluma, los papeles y la taza de café para comprobar si eran reales. Sí, eran tan reales como el sonido de su voz.
– Pero el segundo motivo ha sido para decirle que no renuncie a su trabajo sobre la muerte y la forma de morir. Todavía no.
La señora Schwartz se aproximó al costado de mi escritorio y me dirigió una sonrisa radiante. Eso me dio un momento para pensar. ¿Era éste un suceso real? ¿Cómo sabía que yo pensaba renunciar?
– ¿Me oye? Su trabajo acaba de empezar —continuó—. Nosotros le ayudaremos.
Aunque me resultaba difícil creer que eso estuviera ocurriendo, no pude evitar decirle: —Sí, la oigo.
De pronto presentí que ella ya conocía mis pensamientos y todo lo que iba a decirle. Decidí pedirle una prueba de que estaba realmente allí; le pasé una hoja de papel y una pluma y le pedí que escribiera una breve nota para el reverendo Gaines. Ella escribió unas palabras de agradecimiento.
– ¿Está satisfecha ahora? —me preguntó.
Francamente, yo no sabía qué era lo que sentía. Pasado un momento la señora Schwartz desapareció. Salí a buscarla por todas partes; no encontré nada. Volví corriendo a mi despacho y estudié detenidamente la nota, tocando el papel, analizando la letra, etcétera. Pero entonces me detuve. ¿Por qué dudarlo? ¿Para qué continuar haciéndome preguntas?
Como he comprendido desde entonces, si la persona no está preparada para las experiencias místicas, nunca va a creer en ellas. Pero si está receptiva, abierta, entonces no sólo las tiene y cree en ellas, sino que alguien puede cogerla y suspenderla en el aire con un pulgar y va a saber que ese alguien es absolutamente real.
De pronto, lo último que deseaba en el mundo era dejar mi trabajo. Si bien a los pocos meses abandoné el hospital, esa noche me fui a casa llena de energía y entusiasmada ante el futuro. Sabía que la señora Schwartz me había impedido cometer un terrible error. Le envié su nota a Mwalimu, y todavía la tiene, que yo sepa. Durante muchísimo tiempo, él continuó siendo la única persona a quien le había contado lo de ese encuentro. Manny me habría regañado como todos los demás médicos. Pero Mwalimu era diferente.
Nos elevamos a otro plano. Hasta ese momento habíamos intentado definir la muerte, pero desde entonces nos dedicamos a mirar más allá, hacia una vida futura. Acordamos continuar entrevistando a pacientes y acumulando información sobre la vida después de la muerte. Después de todo, se lo había prometido a la señora Schwartz.
La Prueba
En 1974, durante seis meses estuve trabajando hasta altas horas de la noche en mi cuarto libro, La muerte: un amanecer. A juzgar por el título se podría pensar que ya tenía todas las respuestas sobre la muerte. Pero el día en que lo terminé, el 12 de septiembre, falleció mi madre en la residencia suiza donde había pasado sus cuatro últimos años. Entonces me encontré preguntándole a Dios por qué había convertido en vegetal a esa mujer que durante ochenta y un años no había hecho otra cosa que dar amor, cobijo y afecto, y por qué la había mantenido en ese estado tanto tiempo. Incluso durante el funeral lo maldije por su crueldad.
Después, por increíble que parezca, cambié de opinión y le agradecí su generosidad. Parece cosa de locos, ¿verdad? A mí también me lo parecía, hasta que comprendí que la última lección que había tenido que aprender mi madre era recibir afecto y cuidados, algo para lo cual jamás estuvo dotada. Desde entonces he alabado a Dios por enseñarle eso en sólo cuatro años; es decir, podría haber tardado mucho más tiempo.
Aunque el desenvolvimiento de la vida es cronológico, las lecciones nos llegan cuando las necesitamos.
Durante la Semana Santa anterior había estado en Hawai dirigiendo un seminario. La gente me consideraba una experta en la vida. ¿Y qué pasó? Pues que acabé aprendiendo una lección importantísima sobre mí misma. El seminario fue fabuloso, pero yo lo pasé fatal porque resultó que el hombre que lo organizaba era un tacaño. Nos reservó habitaciones en un lugar horroroso, se quejaba de que comíamos demasiado e incluso nos cobró los papeles y lápices que utilizamos.
De vuelta a casa hice una parada en California. Algunos amigos fueron a recogerme al aeropuerto y me preguntaron cómo había ido el seminario. Yo estaba tan molesta que no supe qué contestar. Con la intención de hacer un chiste, una amiga me dijo: «Bueno, cuéntanos cómo te fue con los conejitos de Pascua.» Al oír eso me eché a llorar desconsoladamente. Toda la rabia y frustración que había reprimido toda esa semana estallaron de pronto. Ese comportamiento no era propio de mí.
Por la noche, ya en mi habitación, me analicé buscando la causa de ese estallido. Entonces comprendí que la mención de los conejitos de Pascua había, desatado el recuerdo de aquella vez que mi padre me ordenó llevar mi conejito negro favorito al carnicero. En aquella ocasión yo me negué a manifestar mis emociones delante de mis padres. Ellos jamás supieron cuánto me dolió y jamás me permití reconocer, ni ante mí misma, lo terrible y doloroso que fue.
Pero repentinamente toda la pena, la rabia y la sensación de injusticia que había reprimido durante casi cuarenta años brotaron como un torrente. Lloré todas las lágrimas que debería haber llorado entonces. También comprendí que les tenía alergia a los hombres tacaños. Cada vez que me encontraba ante alguno, me ponía tensa, y revivía inconscientemente la muerte de mi conejito negro. Finalmente, ese tacaño de Hawai me hizo explotar.
No tiene nada de raro que, una vez exteriorizados mis sentimientos, me sintiera mucho mejor.
Es imposible vivir plenamente la vida si no nos hemos liberado de la negatividad, si no hemos concluido los asuntos pendientes, los conejitos negros.
Pero había otro conejito negro en mi interior, y era mi necesidad (en mi calidad de una «pizca de novecientos gramos») de demostrar constantemente que merecía estar viva. A mis cuarenta y nueve años no era capaz de aminorar mi ritmo de trabajo. Manny también estaba muy ocupado forjándose un porvenir. Carecíamos de tiempo para estar juntos y nuestra relación se resentía. Pensé que el antídoto perfecto sería comprar una granja en algún sitio retirado donde pudiera recargar mis baterías, relajarme con Manny y dar a los niños la oportunidad de disfrutar de la naturaleza tal como yo había hecho de niña. Me imaginaba muchas hectáreas de terreno, árboles, flores y animales. Aunque Manny no compartía mi entusiasmo, al menos reconocía que los viajes en coche que hacíamos mirando las granjas nos daban ocasión para estar juntos.
En nuestra última salida del verano de 1975, encontramos el sitio perfecto, con campos que parecían sacados de un libro de fotografías, donde también había esos túmulos sagrados de los indios. Me encantó. Manny parecía igualmente entusiasmado, a juzgar por todas las fotos que tomó allí con una cámara bastante cara que le había prestado un amigo. Durante el trayecto hacia un hotel de Afton, donde yo iba a dirigir un seminario, comentamos lo mucho que nos había gustado aquella propiedad. Después de dejarme en el hotel, Manny y los niños iban a regresar a Chicago en el coche.
Sin embargo, al entrar en la ciudad pasamos junto a una casita de aspecto insólito, en cuyo porche estaba una mujer que al vernos corrió hacia nosotros agitando frenéticamente los brazos. Pensando que necesitaba ayuda, Manny detuvo el coche. Resultó que la mujer, a la que no conocíamos de nada, sabía dónde me iba a alojar esa noche y estaba esperando que pasara por su casa camino del hotel. Me pidió que la acompañara a su casa.
– Tengo que mostrarle algo muy importante —me dijo.
Por raro que parezca, eso no me extrañó. Ya estaba acostumbrada a que algunas personas llegaran a extremos increíbles para hablar conmigo o para hacerme alguna pregunta muy urgente. Dado que siempre trataba de complacer, le dije que tenía dos minutos. Ella aceptó y la seguí al interior de su casa. Me llevó a una acogedora salita de estar y me señaló una fotografía que tenía sobre una mesa.
– Eso —me dijo—. Mire.
A primera vista, la fotografía era de una flor muy bonita, pero al mirarla con más atención vi que sobre la flor estaba posada una diminuta criatura con cuerpo, cara y alas.
Miré a la mujer y ella asintió con la cabeza.
– Es un hada, ¿verdad? —le dije, sintiendo que se me aceleraba el corazón.
– ¿Qué cree usted?
A veces es mejor dejarse guiar por la intuición que pensar con la cabeza, y ésa fue una de aquellas veces. En esos momentos de mi vida estaba receptiva a todo y a cualquier cosa. A menudo tenía la impresión de que se levantaba un telón para permitirme entrar en un mundo que nadie había visto antes. Eso lo probaba. Era uno de esos grandes momentos decisivos. Lo normal para mí habría sido pedirle una taza de café y sentarme a hablar con esa mujer hasta quedar afónica. Pero mi familia me estaba esperando en el coche. No tenía tiempo para hacer preguntas. Acepté la foto sin más.
– ¿Quiere una respuesta sincera o una educada? —le pregunté:
– No tiene importancia —contestó—. Con eso ya tengo su respuesta.
Antes de que me acercara a la puerta me pasó una cámara Polaroid y me hizo un gesto hacia la puerta de atrás, que conducía a un jardín muy bien cuidado. La mujer me dijo que tomara una foto de cualquiera de las plantas o flores. Para complacerla y salir pronto de allí, tomé una foto y la saqué de la cámara. A los pocos segundos apareció otra hada floral. Una parte de mí estaba asombrada, otra parte se preguntaba cuál sería el truco, y otra parte le dio las gracias a la mujer y salió a reunirse con Manny y los niños. Cuando me preguntaron qué quería la mujer, inventé una historia. Lamentablemente, cada vez eran más las cosas que no podía contar a mi familia.
Antes de dejarme en el hotel, Manny me pasó la cámara que le habían prestado, ya que era preferible que yo la llevara en el avión a que se la robaran en el motel donde pensaban pasar esa noche. Me sermoneó sobre la importancia de cuidar bien esos equipos tan caros, una monserga que yo había oído tantas veces que ya no me molestaba en escuchar.
– Prometo no tocarla —le dije a la vez que me la colgaba al hombro.
Después me reí de lo paradójico que resultaba que le prometiera no tocarla mientras me la colgaba al hombro.
En cuanto estuve a solas, me puse a pensar en las hadas. Yo conocía a las hadas por los libros que había leído cuando niña, y también les hablaba a mis plantas y flores, pero eso no quería decir que creyera en la existencia de tales seres. Por otro lado, no podía dejar de pensar en esa extraña mujer que fotografiaba a las hadas. Ésa era una prueba palpable y retadora. También lo era el hecho de que yo hubiera hecho lo mismo con una Polaroid. Si era un truco, era uno condenadamente bueno. Pero no creía yo que fuera una farsa.
Desde la visita de la señora Schwartz, sabía que no hay que descartar algo simplemente porque no se pueda explicar. Creía que todos tenemos un guía o ángel guardián que nos observa y protege. Ya fuera en los campos de batalla de Polonia, en las barracas de Maidanek o en los pasillos de los hospitales, muchas veces me había sentido guiada por algo más poderoso que yo. Y ahora ¿hadas?
Si una persona está preparada para tener experiencias místicas, las tiene. Si está receptiva, va a tener sus encuentros espirituales.
Nadie podría haber estado más receptiva que yo cuando volví a mi habitación del hotel. Cogí la cámara que pertenecía al amigo de Manny (el fruto prohibido, ya que había prometido no tocarla) y me fui hasta una pradera a la orilla de un bosque. Encontré un lugar despejado y me senté en un montículo. El lugar me recordó el escondite secreto que tenía detrás de mi casa en Meiden. Quedaban tres fotos en el carrete de la cámara. Tres fotos. Para la primera enfoqué la pradera con la elevada colina cubierta de árboles al fondo. Antes de tomar la segunda instantánea grité, a guisa de desafío: «Si tengo un guía y me estás escuchando, hazte visible en la siguiente foto.» Apreté el botón. La última foto no la aproveché.
De vuelta en el hotel, guardé la cámara en la maleta y olvidé el experimento. Pero unas tres semanas después el asunto de la cámara volvió a surgir. Yo regresaba de Nueva York a Chicago y tuve que correr para tomar el avión, cargada con una bolsa llena de exquisiteces para mi marido, nacido en Brooklyn: en Kuhns había comprado una docena de perritos calientes kosher, unos cuantos kilos de salami kosher y una tarta de queso estilo neoyorquino. Cuando aterrizamos, todo el avión olía a charcutería de lujo. Me precipité a casa para darle una sorpresa a Manny, que no me esperaba tan pronto esa noche, y me puse a preparar la cena. Manny llamó por teléfono para hablar con uno de los niños, pero en lugar de mostrarse contento cuando contesté yo, me dijo enfadado:
– Bueno, lo has vuelto a hacer.
– ¿He vuelto a hacer qué? —No tenía idea de a qué se refería.
– La cámara.
– ¿Qué cámara?
Enfadado me explicó que era la carísima cámara que le habían prestado y que él confiara a mi cuidado en Virginia.
– Seguro que la utilizaste. Mandé a revelar las fotos, y una de las últimas salió con doble exposición. Seguro que el maldito aparato está estropeado.
De súbito recordé mi experimento. Sin hacer caso de su enfado le supliqué que volviera a toda prisa a casa. Nada más entró por la puerta le pedí las fotos, como una niña impaciente.
Si no hubiera visto las fotos con mis propios ojos, jamás habría creído lo que aparecía en ellas. En la primera salía la pradera con la colina y el bosque al fondo. La segunda mostraba la misma escena, pero en el bosque del fondo estaba sobrepuesto un indio musculoso de aspecto estoico con los brazos cruzados sobre el pecho. En el momento en que tomé la foto estaba mirando a la cámara con expresión muy seria. Nada de bromas.
Me sentí eufórica, el corazón me brincaba en el pecho. Esas fotos las guardaría como un tesoro toda mi vida. Eran pruebas fehacientes. Lamentablemente en 1994 el incendio de mi casa las destruyó junto con todas mis otras fotos, diarios, revistas y libros. Pero en esos momentos las contemplé maravillada.
– O sea que es cierto —murmuré.
Dispuesto a regañarme de nuevo, Manny me preguntó qué había dicho.
– ¿Ah? Nada.
Era una pena que no confiara bastante en mi marido para transmitirle toda mi emoción y entusiasmo, pero él no habría tolerado que le hiciera perder el tiempo de esa manera. Ya le costaba aceptar mis estudios sobre la vida después de la muerte. ¿Y encima hadas? Bueno, ya estaban lejanas la época de la facultad y las largas y arduas jornadas como residentes en las que nos apoyábamos mutuamente. Manny tenía cincuenta años y padecía del corazón, y lo que le interesaba era instalarse y poseer muchas cosas. Yo, en muchos sentidos estaba comenzando.
Eso sería un problema.
Intermediarios hacia el Otro Lado
Me habían prestado colaboración, pero ahora necesitaba ayuda. Había encontrado una prueba de que la vida continúa después de la muerte. También tenía fotos de hadas y guías. Me habían mostrado trozos de un mundo nuevo e inexplorado. Me sentía como el explorador que está cerca del final de su viaje. Había tierra a la vista, pero no podía llegar allí sola. Hablé con personas de mi círculo de conocidos, cada vez más amplio, diciéndoles que necesitaba alguien a quien acudir, alguien que supiera más.
En seguida se pusieron en contacto conmigo muchos «iluminados» que me propusieron todo tipo de medios para hablar con los muertos y viajar a planos superiores de conciencia. Pero yo no me entendía con ese tipo de personas. En 1976 me llamaron Jay y Martha B., una pareja de San Diego, y me prometieron presentarme a entidades espirituales. «Va a poder hablar con ellas. Se les puede hablar y ellas contestan», me dijeron.
Eso atrajo mi atención. Hablamos unas cuantas veces por teléfono y esa primavera concerté una conferencia en San Diego y fui a visitarlos. En el aeropuerto los tres nos abrazamos como viejos amigos. Jay B., ex operario de aviación, y su esposa Martha eran más o menos de mi edad y parecían una pareja corriente de clase media. Él tenía una calva incipiente, ella era regordeta. Me llevaron a su casa en Escondido, donde habían organizado unas sesiones interesantes. Desde que el año anterior fundaran la Iglesia de la Divinidad habían reunido un grupo de seguidores de unas cien personas. La gran atracción era la capacidad de B. para servir de intermediario (o médium) con los espíritus. Un intermediario entra en un estado mental profundo, o trance, para invocar a un espíritu superior o persona sabia difunta. Las sesiones se celebraban en una sala pequeña, o «sala oscura», situada detrás de la casa.
– Lo llamamos «fenómeno de materialización» —me explicó él entusiasmado—-. Sería largo y difícil contar todas las lecciones que hemos recibido hasta el momento.
¿Quién podría culparme por sentirme entusiasmada? Mi primer día allí me reuní con veinticinco personas de todas las edades y tipos en la sala oscura, un cuarto de techo muy bajo y sin ventanas. Todos nos sentamos en sillas plegables. B. me situó en la primera fila, en un puesto de honor. Después apagaron las luces y el grupo comenzó a entonar una melodía suave y rítmica que fue aumentando de volumen hasta convertirse en un sonoro cántico, que era lo que le daba a B. la energía necesaria para servir de intermediario a las entidades.
Pese a mi expectación, me mantuve escéptica, pero cuando el cántico subió de tono hasta hacerse casi eufórico, B. desapareció detrás de una pantalla. De pronto, por el lado derecho apareció una figura de una altura enorme; era como una especie de sombra aunque, comparada con la señora Schwartz, tenía más densidad y una presencia más imponente.
– Al final de la velada vais a estar asombrados, pero más confusos —dijo con voz profunda.
Yo ya lo estaba. Sentada en el borde de la silla, me sentía cautivada por su hechizo. Era increíble, pero me pregunté si no me hallaría ante el acontecimiento más importante de mi vida. Él cantó, saludó al grupo y después se dirigió hacia mí y se quedó muy cerca, erguido y gigantesco. Todo lo que hizo y dijo tenía un propósito y un significado. Me llamó Isabel, lo que al cabo de unos minutos adquiriría más sentido; después me dijo que tuviera paciencia porque mi compañero del alma estaba tratando de acudir.
Lógicamente deseé preguntarle de qué compañero del alma se trataba, pero no logré hablar. Después desapareció. Pasado un largo rato, se materializó otra figura, totalmente diferente. Se presentó diciendo que se llamaba Salem. Ni éste ni el primer espíritu tenían ningún parecido con el indio que yo había fotografiado. Salem era alto y delgado; llevaba turbante y una túnica amplia y larga. Todo un personaje. Cuando avanzó hasta mí, pensé: «Si este tío me toca me muero.» Tan pronto tuve ese pensamiento, Salem desapareció. Después volvió la primera figura a explicarme que mi nerviosismo había hecho que Salem se marchara.
Transcurrieron cinco minutos, los suficientes para que yo recuperara la calma. Después reapareció Salem, mi supuesto compañero del alma, delante de mí. Aunque mis pensamientos lo habían ahuyentado, decidió ponerme a prueba acercándose hasta tocar las puntas de mis sandalias con los dedos de los pies. Cuando vio que eso no me asustaba, se acercó un poco más. Noté que trataba de no atemorizarme, y consiguió no hacerlo. En cuanto deseé que se apresurara a decir lo que tenía que decirme, él se presentó oficialmente, me saludó llamándome «mi querida hermana Isabel», luego me levantó suavemente de la silla y me condujo a una habitación totalmente oscura donde quedamos solos.
Salem actuaba de un modo extraño y místico, y al mismo tiempo su actitud era tranquilizadora y amistosa. Me advirtió que me iba a llevar en un viaje especial y me explicó que en otra vida, en la época de Jesús, yo había sido una maestra sabia y respetada llamada Isabel. Juntos viajamos hacia una agradable tarde en que yo estaba sentada en la ladera de una colina escuchando a Jesús que predicaba a un grupo de gente.
Aunque veía toda la escena, no lograba entender una palabra de lo que decía Jesús.
– ¿Es que no puede hablar de forma normal? —pregunté.
Tan pronto como dije eso caí en la cuenta de que mis pacientes moribundos solían comunicarse así, como Jesús, en un lenguaje simbólico, con parábolas. Si una está sintonizada puede oírlo; si no, no entiende.
Percibí cada detalle de lo que sucedió esa noche. Transcurrida una hora me sentía agobiada y casi me alegré de que terminara la sesión para poder asimilar la experiencia. Tenía mucho que asimilar, más de lo que jamás habría imaginado. En mi conferencia del día siguiente dejé de lado lo que tenía preparado y conté lo ocurrido la noche anterior. En lugar de criticarme y decir que estaba loca, el público se puso en pie para aplaudirme.
Esa noche, la última, puesto que al día siguiente volvería a mi casa en Chicago, B. me llevó a mí sola a la sala oscura. Una parte de mí quería verlo nuevamente para asegurarme de que todo era legal. Esta vez a B. le llevó más tiempo canalizar el espíritu, pero finalmente apareció. Cuando estábamos saludándonos, yo pensé que ojalá mis padres pudieran ver hasta dónde había llegado en la vida su hijita. De pronto, Salem comenzó a entonar «Always… I’ll be loving you…» Nadie excepto Manny sabía que ésa era la canción favorita de la familia Kübler. «Él lo sabe», me dijo Salem, refiriéndose a mi padre.
Al día siguiente, ya de vuelta en Chicago, les conté todo aquello a Manny y los niños. Se quedaron boquiabiertos. Manny me escuchó sin expresar ninguna crítica; Kenneth manifestó interés; Bárbara, que entonces tenía trece años, fue la que se mostró más francamente escéptica e incluso un poquitín asustada. Cualesquiera que fueran sus reacciones, eran muy comprensibles. Esas cosas resultaban muy revolucionarias para ellos, y yo no les oculté nada. Pero tenía la esperanza de que Manny, y tal vez Kenneth y Bárbara, continuaran receptivos y tal vez algún día conocieran personalmente a Salem.
Durante los meses siguientes volví con frecuencia a Escondido y conocí a otros espíritus. Un guía muy especial llamado Mario era un verdadero genio que hablaba con elocuencia sobre cualquier tema que yo propusiera, ya fuera geología, historia, física o cristalografía. Pero mi amigo era Salem. Una noche me dijo: «Ha terminado la luna de miel.» Evidentemente, se refería a que tendríamos conversaciones más serias, más filosóficas, porque a partir de entonces hablamos principalmente de temas como las emociones naturales y no naturales, la crianza y educación de los hijos y las maneras sanas de expresar la aflicción, la rabia y el odio. Después yo incorporaría esas teorías a mis seminarios-talleres.
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Buenas tardes,
muchas gracias por su labor, conocen ustedes a alquien en La Gomera con quien pueda hablar de estos temas?
yo soy Ana, de Málaga y me mudé a Playa Santiago al sur de La Gomera en agosto del 2014.
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Hola Ana: lo sentimos, pero la verdad es que no conocemos a nadie en La Gomera que esté relacionado con este tipo de estudios, aunque seguro que debe haberlos. En cualquier caso nos tienes a tu disposición para intercambiar opiniones, información o lo que estimes oportuno, y si alguna vez vienes a La Palma y quieres visitarnos, estaremos encantados de recibirte.
Un saludo cordial
GRUPO ESPÍRITA DE LA PALMA