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Sathya Sai Baba (1926 – 2011)

Muy temprano en mi vida, siendo adolescente, tuve conocimiento del caso de Sathya Sai Baba (1926 – 2011), el supuesto maestro espiritual de la India que realizaba prodigios asombrosos: curaciones, materialización de objetos, entre ellos joyas y sobre todo de vibhuti, la ceniza sagrada tan utilizada en los rituales del hinduismo. En aquel primer artículo leí algo que hizo que se encendiera en mi interior inmediatamente una luz de alarma: «¡Atención! ¡Cuidado!», pareció decirme. Siempre he tenido esa voz interior -nunca me ha fallado- que me ha advertido donde hay «chamusquina», cómo suelo decir yo, cuando intuyo el «tufo» de la falsedad y el peligro.

Seguidamente copio la experiencia que el neurofisiólogo mexicano Jacobo Grinberg – autor de mi predilección, desaparecido misteriosamente – tuvo con Sai Baba. Se recoge en su obra «Fluir en el Sin Yo». Quien sepa leer entre líneas reconocerá esa señal de peligro a la que me refiere, a pesar de que Jacobo Grinberg evita pronunciarse en ningún sentido y deja todo a juicio del lector.

Jacobo Ginberg (1946 – ¿?)

JACOBO GRINBERG Y SAI BABA

Había oído hablar de Sai-Baba, quien vivía en el sur de la India, cerca de la ciudad de Bangalore. Dudaba de él, pero al mismo tiempo me atraía.

En Delhi me enteré que el viaje en tren a Bangalore duraba 36 horas y que solamente una vez por semana, un tren especial, el Expreso de Bangalore, reducía el tiempo de trayecto a la mitad. Sin embargo, conseguir un lugar en el Expreso era casi imposible y sólo se lograba tras una reservación con una o dos semanas de anticipación. Era de noche en la estación y yo pedí una señal.

En mi mente le hablé a Sai-Baba y le dije que si era adecuado verlo me enviara un aviso; en ese instante, la luz eléctrica de toda la estación se apagó. Me asombré, pero lo juzgué como una coincidencia. Volví a pedir una señal y en ese momento volvió la luz. Me acerqué a la taquilla. El Expreso salía al día siguiente. Algo dentro de mí me pidió esperar en la cola.

Cuando me tocó mi turno frente al mostrador de la taquilla, un señor se acercó a cancelar su boleto y me lo asignaron a mí. Aquello era demasiado sincronístico Tomé el boleto y, en el instante de asirlo, una mujer a mis espaldas lanzó un terrible quejido. Me asusté, pero no devolví el boleto.

Ya en el tren, y a 500 kilómetros de mi destino, comencé a sentir una presencia invisible dentro del vagón. Parecía ser alguien indagando acerca de mi vida; dudé de mi impresión y en ese instante un niño comenzó a llorar. Volví a sentir la presencia y su indagación, dudé siete veces de que mi experiencia fuera real y las siete dudas se acompañaron de otras tantas alteraciones en el vagón. Un ventilador se apagaba súbitamente, algo se caía, la luz se apagaba.

Dejé de dudar cuando los eventos comenzaron a afectar mi cuerpo orgánico. Súbitos dolores de cabeza, torceduras o piquetes eran el resultado de no creer en la presencia que sentía. Estaba seguro que era Sai-Baba o algo asociado con él lo que escudriñaba mi mente.

El recuerdo más doloroso de mi vida, la enfermedad de mi madre asociada con un cáncer cerebral, parecía ser el evento favorito de ese espía psíquico que activaba mis circuitos de memoria, evocando escenas de mi infancia ligada con mi madre enferma.

En Bangalore dormí en un hotel y en la mañana me dirigí al Ashram de Sai-Baba. Me encontré con sus adeptos esperándolo sentados debajo de un gran toldo. Hablaban acerca de los milagros de su maestro y alababan su inmenso poder. Yo ya había experimentado algunos efectos de este último y también esperaba su aparición.

De pronto, dos sucesos simultáneos capturaron mi atención, uno a mi izquierda y el otro a mi derecha. Oí cómo alguien, en la primera dirección, platicaba acerca de lo que más me interesaba: las cuevas y los lugares en los que habían meditado los más excelsos maestros de la India, Vivekananda, Rama Krishna, Ramana Maharshi. Pero lo que sucedía a mi derecha me atrapó. Un muchacho permanecía sentado pasivamente, mientras su cara denotaba una total ausencia de expresión. Pero lo que era verdaderamente horripilante era su cabeza.

Rapado y con una enorme cicatriz, seguramente hecha por un neurocirujano, su cráneo sólo existía del lado derecho. Del lado izquierdo, una hendidura aterradora era todo lo que había quedado de su hemisferio izquierdo.

Prácticamente sólo vivía con la mitad derecha de su cabeza, estando la izquierda ausente. Lo vi en medio de una taquicardia feroz y no pude contener un dolor que me subió desde los intestinos y se anidó en mi frente. Comencé a llorar recordando a mi madre, y prácticamente me volqué hacia afuera, perdido en la angustia y el terror. Me había quedado sin defensas y por el rabillo del ojo vi un Rolls Royce último modelo penetrando al patio donde nos encontrábamos. Dentro del lujoso automóvil se encontraba Sai-Baba, el que descendió del mismo y se empezó a acercar a nosotros.

Diez segundos antes de que nos alcanzara, el muchacho a mi izquierda tocó mi hombro, haciéndome voltear en su dirección. Era rubio, con el pelo largo y su barba dorada y sus ojos claros me hicieron recordar a Cristo. Me dijo: «ve al Arunchala, la montana del resplandor perpetuo, en el pueblo de Tiruvanamalai. Busca la cueva de Ramana Maharshi y medita en ella.»

Cuando terminó de hablar, Sai-Baba se colocó a mi lado e hizo un ademán extraño con su brazo; como si hubiera querido recoger algo que rodeaba mi cuerpo. Después de ese movimiento se alejó y yo me quedé inmóvil.

Recorrí mi interior y lo sentí vacio, había una especie de hueco que antes ocupaba mi alma, pero ahora nada. La sensación era la de haber sido robado, violado o chupado.

Me alejé de allí casi a rastras. Mientras tanto, Sai-Baba se había sentado en una silla y, como un director de orquesta, animaba a la gente a cantar. Me fijé en sus movimientos y noté en ellos desgano y aburrimiento.

Durante seis días asistí a ese «darsham» con Sai-Baba. Seguía sintiéndome vacío y la única frase que persistía en mi mente era la que había oído de labios del muchacho rubio y barbado—ve al Arunchala a la cueva de Ramana Maharashi—. Algo, sin embargo, comenzó a llenar mi vacío. Era una alegría extraña que no era mía, una especie de sustituto de mi propio ser, luminoso pero no mío, como el efecto de una droga exótica. Me gustaba y me disgustaba al mismo tiempo.

Fuera de eso, no tenía ganas de hacer nada, pensar, hablar o aun caminar. Sólo esa sensación, el pensamiento del Arunchala y la necesidad de ver a Sai-Baba persistían en mi interior.

Al séptimo día, algo me dijo que debía irme. La última luz de mi propio ser estaba a punto de extinguirse, sustituida por otra luz que no era mía. Luché toda la mañana y en un esfuerzo que casi me hizo desvanecer compré un boleto para Tiruvanamalai y me monté en un camión candente y repleto, después de haber descansado en un parque acostado sobre la hierba.

El camión echó a andar y yo, vacío y sin pensamiento, me incliné sobre un costado, aferrado a mi asiento. De pronto, la sensación de vacío cambió por completo, sin que mediara entre ella y el anterior estado de apatía y desgano ningún pensamiento o tiempo. Fue como un golpe súbito de energía. Busqué qué o quién lo había provocado y al asomarme a la ventana del camión vi pasar un Mercedes Benz blanco con Sai-Baba adentro.

Una o dos veces al año viajaba hacia Bombay y el súbito cambio emocional y de vitalidad asociado con su cercanía me dejó atónito. Diez segundos después, volví a mi estado de vacío y apatía…

A las cuatro de la mañana tomé una riksha en Tiruvanamalai. El conductor de la bicicleta que jalaba mi pequeño asiento, se dirigió al Ashram de Ramana Maharshi y me depositó en la entrada del mismo.

Prácticamente me caí desfallecido sobre las escaleras y trate de dormir sin éxito. A las siete de la mariana intenté hacer yoga y conseguí dos o tres posturas que me devolvieron algo de energía. A las diez de la mañana, y después de dos horas de ascensión, llegué a la cueva de Ramana Maharshi. Él había permanecido meditando en su interior más de veinte años. Su cuidador, un hindú delgado, sereno y totalmente desnudo, con excepción de un pequeño taparrabos, me invitó a entrar después de ofrecerme un fruto vegetal en forma de flor y con una textura y colores similares a los de la piel de los tigres.

Estuve en el interior de la cueva meditando, observando mi cuerpo con el «ojo de mi mente», sintiendo sus sensaciones y, al cabo de varias horas, comencé a sentir una vitalidad, entereza y alegría primero débil y después más intensa llenando mi interior. Ya no era como una droga o un sustituto de mí mismo lo que me habitaba, sino que era yo mismo, entero y propio, el que lo hacía.

Me mantuve en el Ashram durante tres días en continua meditación y caminando alrededor de la montaña del «Resplandor Perpetuo». La montaña y su nombre eran sinónimos. En la noche, aquella mole gigantesca literalmente brillaba como alumbrada desde adentro. Eso mismo sentía yo y me prometí jamás buscar en el exterior o en ser humano alguno lo que debía encontrar dentro de mí.

Al tercer día me comencé a vivir en existencia pura. No había historia ni pasado en mí. No había nombre ni profesión en mí. No había país ni ciudad que fueran míos. Lo único que existía era la existencia y yo en ella y como ella. Era una especie de vacío interior, pero habitado por la luz de la vida sin dueño alguno. No era el vacío que había sentido con Sai-Baba, ocupado por otro yo, sino el vacío luminoso de mí mismo como existencia igual a cualquier otra existencia, pero al mismo tiempo única y no compartida con nadie. Era yo en mí mismo, en ausencia de ego e identidad concreta.

Le di gracias a Dios por haber podido rescatar mi alma y me despedí del Ashram de Ramana Maharshi.

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